Por Carlo Petrini, Presidente internacional de Slow Food
Los tres últimos números de Slow, inspirados en una canción de Claudio Lolli, nos han hablado de la tierra, de la luna y de la abundancia: pero ¿qué es lo que pretendemos realmente los de Slow Food?
Queremos una Tierra sana, productiva, respetada y al servicio de hombres y mujeres orgullosos de su propia cultura. Una Tierra con un futuro resplandeciente. Queremos la abundancia, la dignidad para todos, sobre todo para los campesinos y trabajadores del mundo del alimento, que puedan vivir dignamente y contribuyan a construir un nuevo sistema del alimento. Queremos la luna, poder pensar a lo grande, sin límites. No nos asusta la utopía, no nos asusta imaginar unos cambios virtuosos que puedan hacer historia, no nos asusta ponernos a trabajar para ello. Para que ese placer, nuestro motor originario, se convierta en un derecho universal, para que sea el placer de estar bien en un planeta sano.
Nos acercamos a un congreso mundial, el de Puebla en México, que sancionará los cambios ocurridos en los últimos cuatro años en el seno de nuestro movimiento y que nos conducirá hacia un mañana lleno de nuevas perspectivas.
Recuerdo siempre el 2004 como año germinal del cuatrienio que ha seguido al último congreso mundial celebrado en Nápoles: un año que fue escenario de la primera, novedosa, edición de Terra Madre y la inauguración de la Universidad de los Estudios de Ciencias Gastronómicas (a cuyos primeros titulados homenajeamos actualmente). Se trata de dos grandes proyectos, dos sueños convertidos en realidad. Dos elementos que han cambiado y ampliado profundamente la óptica de Slow Food, que sobre el rastro de lo que el movimiento ha pensado, construido y compartido entre los miembros de todo el mundo a lo largo de dos décadas, se ha planteado un nuevo y ambicioso programa. Ya he recordado varias veces que Terra Madre ha añadido a las competencias y a los conocimientos de todos los socios de Slow Food un nuevo factor humano: nuevos sujetos productores, muy activos en el mundo del alimento, pero también nuevos países, nuevas culturas, nuevas situaciones que en muchos casos sufren en su propia piel los problemas más graves del sistema alimentario, aquellos a los que desde siempre tratamos de hacer frente. Con estas personas, Slow Food ve aumentar de manera exponencial su complejidad, pero también sus estímulos. Y no sólo: también las posibilidades.
La que hoy viene configurándose como una red mundial de sujetos heterogéneos y comprometidos –desde los ciudadanos a los campesinos, desde los cocineros a las autoridades académicas– es el lugar ideal para que brote y florezca el concepto de nueva gastronomía, de ciencia al servicio de un sistema en el que la comida ocupa un lugar central y sabe garantizar mucho más que el simple sustento o el placer que puede y debe dar la práctica de una buena cultura material. Es lo que a diario, en la Universidad de los Estudios de Ciencias Gastronómicas, se estudia, se aprende en profundidad, se define y se vive.
Las dos nuevas teselas del mosaico, Terra Madre y la Universidad, son las que nos han ofrecido el cuadro en su conjunto, las que nos han permitido, finalmente, ver la luna, más allá de ese nuestro dedo que la señalaba o de las nubes pasajeras que podían interponerse en la mirada.
Un proceso educativo
Estos últimos veinte años han sido una continua toma de conciencia, a partir de la primitiva voluntad de re-habituar a nuestros sentidos para reconocer los gustos y los sabores, lo bueno; para darnos cuenta sucesivamente de que el concepto de calidad debía ensancharse, añadiendo esos otros dos aspectos fundamentales que, en nuestro lema, se abarcan bajo la definición de limpio y justo. Se ha tratado de un proceso educativo que aún hoy, afinando el método cada vez más, intentamos llevar a las escuelas y a las casas; un proceso siempre acompañado de un sano pragmatismo: el deseo de hacer realidad de forma inmediata aquello que se había pensado, aquello que se había comprendido.
Así han ido naciendo –por citar tan sólo algunas de las cosas realizadas hasta el momento– los Laboratorios del Gusto, el Arca del Gusto y los Baluartes, los acontecimientos que tienen en el Salone del Gusto su modelo más grande y completo, o las muchas campañas que hemos emprendido con éxito, como la de los quesos de leche cruda. Han ido brotando de forma continuada iniciativas y proyectos que han contribuido progresivamente, a través de la experiencia, a definir las características y el compromiso de nuestro movimiento. Una complejidad que he tratado de transcribir de forma orgánica en el libro Bueno, limpio y justo – Principios de una nueva gastronomía, traducido ya a varios idiomas, y que en su primera parte habla de nuestra historia, de nuestro tomar conciencia de que la gastronomía es una ciencia multifacética e importante, que abarca muchos, casi todos, los principales ámbitos humanos. La comida es fundamental en nuestras vidas y tiene consecuencias en casi todas nuestras actividades. La clamorosa aparición de la evidencia científica de un vínculo entre la producción mundial de alimentos y el estado de salud de la Tierra constituye su demostración más patente y flagrante.
Esta absoluta centralidad del alimento debería ser el motivo simple por el que nos proponemos perseguir una calidad que responda a los criterios de lo bueno, limpio y justo. Soy consciente de que no es fácil, pero también estoy convencido de que vamos por el buen camino. Existe nuestro compromiso con la educación, que se traduce hoy, sobre todo, en el proyecto de los huertos escolares, pero no sólo; tomar conciencia de que, en el fondo, somos co-productores, y no simples consumidores pasivos; la atención y el esmero puestos en la salvaguardia y en el mantenimiento con vida de las tradiciones populares y de la biodiversidad: todo ello es la demostración de que, pasito a pasito, estamos recorriendo un camino sensato.
El empeño mostrado hasta ahora no deberá fallar en el futuro, pero creo que ha llegado ya el momento de que cuanto se indica en el último capítulo de Bueno, limpio y justo empiece a convertirse en el centro de las ideas y las acciones del movimiento.
Ese capítulo se titula precisamente “Hacer realidad” y está dividido en cuatro partes, que son los cuatro grandes compromisos que deberíamos asumir a partir del Congreso de Puebla: construir y hacer funcionar la red; adquirir una visión cada vez más amplia, holística diría, del mundo del alimento; adoptar una nueva práctica de comercio y una nueva idea de economía; y, por último, compartir un sistema de valores a menudo olvidados o vaciados de contenido.
Sobre la red ya hemos ampliamente escrito y debatido en Slow y en los encuentros institucionales de la asociación: la red es lo que ya somos, es la única forma de organización que puede permitirnos mantener unidas, pero al mismo tiempo independientes, a todas las personas que hoy forman parte de Slow Food o se aproximan. El compromiso debe ser el de tomar conciencia de lo que somos, de toda la valiosa diversidad que existe en nuestro interior, y el de tratar de proporcionar todos los instrumentos necesarios para la circulación sostenible de los productos y de las personas, pero también de las experiencias, de las informaciones, del apoyo recíproco, animándonos con un sentimiento de hermanamiento y de amistad que nadie podrá quitarnos jamás, sino nosotros mismos. La red puede hacernos sentir un organismo vivo, un sujeto fuerte a nivel planetario, y al mismo tiempo puede proponerse como una casa segura para todos aquellos que participan en el proyecto de una nueva gastronomía.
Toda esa riqueza
Será dentro de esta red, que me gusta definir casi como anárquica, autogestionaria, capaz de reajustarse siempre por sí misma y de recibir a nuevos miembros, donde tendremos que hacer circular las ideas y el espíritu de una comunidad de destino. Yo creo que la red nos puede permitir convertir en mundial lo que vaya implementándose y practicándose a nivel local. Me refiero en particular a las iniciativas que puede propiciar una visión holística del mundo, pero también a la idea de una nueva economía y a la puesta en común de las experiencias y de los valores.
A estas alturas somos conscientes de que la comida tiene tantas implicaciones en la vida de las comunidades locales que no podemos seguir haciendo como si nada. La música, la tradición oral, los mitos, las manualidades, la forma de construir, los modos de sobrevivir y de explicarse están todos estrechamente conectados al cultivo, a la transformación, a la distribución y al consumo de alimentos. Es un corpus cultural inmenso, que no debe subestimarse y que, sobre todo, debe preservarse. Creo que es nuestra obligación hacer algo para salvarlo y mantenerlo vivo, exactamente como hacemos con los productos de los Baluartes en particular y con la biodiversidad en general. Y toda esa riqueza está en manos de las propias comunidades, que deben ser las protagonistas del mantenimiento de su cultura, de su memoria.
La memoria local es un concepto clave. Quien no tiene memoria de los objetos, de su historia, no cuida de ellos, y por tanto deja que se deterioren hasta tenerlos que desechar. Lo mismo ocurre a quien no tiene memoria de sí mismo, de su propio lugar y su propia comunidad. El compromiso consistirá, pues, en realizar una especie de Baluarte de la memoria, cada cual en el seno de su propia comunidad, escribiendo su historia y las historias de las personas que han dado lugar a esas características, a esas tradiciones, a esos productos. Y todo ello, insisto, habrá que hacerlo potenciando también ámbitos diferentes de la comida, como la música, las tradiciones orales, la labor editorial y la arquitectura locales…
Otro concepto clave vinculado a la dimensión local es la economía. Pensar en la economía global, tal como está estructurada, deja patentes los límites de un proyecto que quiera apostar por el rescate de las culturas tradicionales en un diálogo abierto con el mundo científico, salvaguardándolas de forma activa. Por distintos motivos: porque la economía global tiende a triturar la diversidad y a concentrar los recursos, no siempre aumentando su eficiencia; porque la insostenibilidad de los sistemas económicos globales es objeto ya de todas las miradas; porque sólo en el seno de una economía local nos podemos sentir co-productores, se puede preservar la memoria local y dar impulso a la red.
Por eso nos gustaría propugnar una nueva idea de comercio, que limite al máximo la intermediación en favor de los productores, pero también de los co-productores, que obtendrán unos beneficios seguros en términos de conocimiento de los productos, de bondad de los mismos y de sostenibilidad de sus procesos productivos. Pero economía local supone también pensar en unos sistemas locales de producción y de renovación de la energía que contribuyan a limitar las emisiones de dióxido de carbono o que eviten derroches inútiles. Supone pensar en formas de microcrédito donde sean necesarias, en el desarrollo donde haga falta y en la deceleración cuando corresponda. Supone potenciar en todo y por todo los recursos humanos y del territorio, la biodiversidad local; todo ello, a través de un sistema de comercio en el que la sostenibilidad sea un punto indiscutible. Actualmente ya tenemos un fuerte compromiso respecto a nuevas formas de comercialización, como la revitalización de los mercados campesinos, la community supported agriculture u otros sistemas que permitan distribuir alimentos buenos, limpios y justos.
Ojo: esa idea de comunidad, de memoria y de economía local no es algo que ataña exclusivamente al campo o al mundo agrícola. Yo creo que, precisamente en virtud de una dimensión local, el compromiso en estas realidades debe implicar con fuerza también a las pequeñas ciudades, y a los barrios en las más grandes: la sostenibilidad es un concepto relativo, que debe aplicarse con sentido común y lo más cerca posible de casa, respecto a nuestros hábitos cotidianos. Esto vale, por ejemplo, para el modo de producir energía, de conseguir alimentos, de consumirlos y de transmitir la propia memoria. La red es, precisamente, la que nos permite armonizar estas diversidades, valorarlas con sentido común y criterio, no ser dogmáticos donde no venga a cuento y ser intransigentes donde sea posible.
Es la actitud general de las personas la que acaba construyendo la fuerza de la red: por ello es necesaria una nueva escala de valores compartida, donde la generosidad debería ser nuestra guía principal. Si muchos de los proyectos se realizan a nivel local, en las comunidades, éstas no deben permanecer cerradas o, peor aún, apostar por una idea de autarquía irrealizable. Sería un craso error: en la red las comunidades, los distintos sujetos que la componen están en contacto constante, se comunican y están dispuestas al regalo, a la ayuda sin pretensión de obtener nada a cambio, convencidos de que la fuerza de las ideas compartidas es la que cambia el mundo.
Yo auguraría unas nuevas formas de hospitalidad, que, por ejemplo, permitan a los jóvenes pasar algún tiempo en lugares alejados de sus casas y de su estilo de vida. Podría ocurrir que las comunidades productoras alberguen durante unos meses a jóvenes de otros países, ofreciéndoles hospitalidad a cambio de un poco de trabajo, sería una experiencia formativa increíble. Pensar en hacer realidad un sistema de este tipo, donde damos de nuevo valor al concepto de viaje, de regalo y de intercambio, no es tan difícil estando en presencia de una red tan amplia y variopinta. Las múltiples experiencias de amistad y de viaje surgidas a partir de Terra Madre de las que he tenido conocimiento –y cuántas habrá, por otra parte, que ignoremos– son las que, de forma natural, han inspirado esta última idea. Ésta es la fuerza de la red, la fuerza de lo que somos.
Si vuelvo a pensar en el primer número de esta revista, Slow, recuerdo el editorial que escribí. Era un “elogio de la lentitud”, en el que explicaba por qué Slow Food había elegido el caracol como símbolo: «un símbolo permite a personas distintas reconocerse solidarias, es una idea única para muchos, para todos». El caracol, escribía Francesco Angelita en 1607, posee la virtud de la lentitud y de la adaptación. Lentitud como prudencia, cordura, sentido común.. Adaptación como capacidad de adherirse al territorio que atraviesa, explorarlo y vivirlo hasta el fondo.
No creo que desde entonces hayan cambiado mucho las cosas bajo este punto de vista: simplemente, el caracolito ha seguido viajando y atravesando nuevos territorios, sin perder nunca de vista la virtud filosófica de la lentitud, del sentido común. Dejemos, pues, que el viaje continúe, reconfortados por lo que hemos logrado hasta ahora: lo que somos, en continua evolución respecto a dónde nos encontramos, a quién conocemos, qué comemos.