Nació como respuesta a la apertura del primer restaurante de comida rápida (fast food) en una plaza de Roma. Sus promotores plantean esta disyuntiva: podemos tomar el riesgo de llevarnos a la boca químicos dudosos o bien optar por el placer de la comida variada y segura. La comida lenta, dicen sus creadores, aprovecha la «globalización virtuosa» y puede extenderse a los países pobres.
Mucho tiempo antes de que los manifestantes y la policía se enfrascaran en una batalla campal en las calles de Génova durante la cumbre del G8, un intento potencialmente más influyente por guiar la dirección de la globalización se desarrollaba lentamente, como a dos horas en coche, en la región vecina rural de Piamonte en las faldas de los Alpes italianos.
En el pequeño pueblo de Bra, en una área famosa por sus vinos tintos y sus trufas blancas, están las oficinas centrales de un movimiento llamado Slow Food (Comida Lenta), dedicado a conservar y apoyar maneras tradicionales de cultivar, producir y preparar comida.
Si el símbolo de la actitud francesa ante la globalización es el agricultor-activista José Bové entrando a un McDonald’s en tractor; la actitud italiana, más sutil y pacífica, es representada por este inteligente movimiento que abandera la defensa de los espárragos morados de Albenga, el apio negro de Trevi, el durazno vesubiano, la oveja de cola larga de Laticauda, el suculento cerdo sienés famoso en las cortes medievales de Toscana, y una variedad de quesos y salamis caseros en peligro de extinción conocidos hoy por sólo un puñado de agricultores.
Fundado en 1986, como respuesta directa a la apertura de un McDonald’s en la famosa Piazza di Spagna en Roma, el Manifesto de Slow Food declara que «una firme defensa del silencioso placer material es la única manera de oponerse a la locura universal de la Vida Rápida».
En sus primeros años, Slow Food -un caracol es su símbolo oficial- se enfocaba a la comida y el vino, y producía las mejores guías italianas de vinos, restaurantes y abarroterías. Pero a mediados de los noventa desarrolló una nueva dimensión política llamada ecogastronomía. «Queremos ampliar la atención que la ecología dedica al panda y al tigre a las plantas domesticadas y a los animales», dice Carlo Petrini, el fundador del movimiento, un hombre atractivo, alto y barbudo de 54 años. «Hace 100 años, la gente comía entre 100 y 120 diferentes especies de alimentos. Ahora nuestra dieta se reduce a 10 o 12 especies», explica.
Hace unos años, preocuparse por el destino de la gallina de Padua puede haber parecido elitista y quijotesco. Pero el pánico causado por el mal de las vacas locas, el reciente brote de fiebre aftosa y el debate sobre los alimentos genéticamente modificados provocaron que Slow Food -con su énfasis en los métodos naturales y orgánicos- adquiriera una importancia política y una popularidad que incluso sorprenden a sus propios líderes.
De 1995 a la fecha, la organización pasó de tener 20 a 65 mil miembros en 42 países. Recientemente, Slow Food abrió oficinas en Bruselas para hacer presión política. Desde ahí cabildea asuntos agrícolas y políticas comerciales en la Unión Europea. En Nueva York organiza ferias comerciales y busca mercados para los productores de alimentos tradicionales.
Hace dos años, Slow Food mostró su fortaleza cuando la Unión Europea trató de poner en práctica estrictas normas sanitarias -originalmente inventadas por la agencia espacial estadunidense NASA- para todos los productores alimenticios europeos. Las normas han ayudado a que los astronautas no tengan náuseas en el espacio exterior y son usadas con éxito por corporaciones gigantes como Kraft Foods. Para miles de pequeños agricultores, sin embargo, hubieran significado cargas imposibles de llevar debido al papeleo y la obligación de adquirir equipos nuevos. Slow Food lanzó una petición que fue firmada por medio millón de personas, y finalmente Italia obtuvo la exención para miles de productores artesanales de alimentos.
La «globalización virtuosa»
Mientras las fronteras nacionales desaparecen en Europa y se vuelven más porosas en otros lugares, la alimentación surge como una importante fuente de identidad, y le da un nuevo giro a la famosa frase del filósofo Ludwig Feuerbach: «Somos lo que comemos».
Pero el secreto del atractivo de Slow Food no consiste en que ofrezca una mirada nostálgica al pasado. La globalización, según Slow Food, tiene el potencial tanto de ayudar como de perjudicar al pequeño agricultor. Por un lado, la globalización tiene el efecto homogeneizador de permitir que las multinacionales se expandan a todos los rincones. Pero al mismo tiempo, al facilitar que los miembros de las minorías (los apicultores o los hablantes del gaélico) se comuniquen a distancia, abre camino para que culturas nicho florezcan. En vez de tenerle miedo a McDonald’s, los italianos creen que lo pueden enfrentar y ganarle. «Le estamos apostando a la calidad», dice Petrini. La red internacional que Slow Food construye es un ejemplo de lo que Petrini llama «globalización virtuosa».
A pesar de que la dimensión política de Slow Food hasta hace poco se volvió más evidente, siempre ha sido parte de su conformación genética. El movimiento surgió de la rama gastronómica de ARCI (Associazione Ricreativa Culturale Italiana), una red nacional de clubes sociales fundada por Petrini, que tiene estrechos lazos con el Partido Comunista italiano. De hecho, originalmente el periódico comunista Il Manifesto publicó el suplemento gastronómico llamado Gambero Rosso (El Cangrejo Rojo), que se transformó en las guías más autorizadas de restaurantes y vinos.
A pesar de las raíces izquierdistas, Petrini siempre ha creído que Slow Food necesita tener una fuerte base económica y comercial. «Cuando estaba iniciando ARCIGOLA (la sección gastronómica de ARCI), fui a ver a Ralph Nader en Washington. El sacó papel y lápiz y dijo: ‘Con 1.4 millones de miembros, lo que tienes es un negocio’. En aquel tiempo, ARCI tenía millones de dólares en deuda porque la política dominaba todas las decisiones. Vi que era importante tener una organización que fuese económicamente sólida y autosuficiente». La rama de las publicaciones de Slow Food rápidamente se volvió un éxito. Las guías para restaurantes y vinos Gambero Rosso son ahora las biblias de la gastronomía italiana, tal como las guías Michelin lo son en Francia. Una alta puntuación en Gambero Rosso prácticamente garantiza que esa cosecha en particular se agotará casi al instante. En los últimos seis años, Slow Food ha patrocinado el bianual Salone del Gusto (Feria del Sabor), la más grande exposición de alimentos, con unos 550 productores. El Salone es ya un suceso de asistencia casi obligada para miles de los restauranteros e importadores de alimentos y vinos más importantes del mundo, y ha brindado un mercado internacional a cientos de pequeños productores cuyos bienes, hasta hace poco, rara vez salían de su pueblo o región.
Un loco con éxito
Pude observar el efecto de este tipo de promoción cuando visité, como a 10 millas de Bra, un pequeño molino que es parte de la red de Slow Food. Hace como 25 años, Renzo Sobrino se hizo cargo de un molino del siglo XIX con la idea de producir variedades tradicionales de cereales, granos y harinas. No sólo tenía planeado usar métodos antiguos con algunos de los granos, también quería revivir tipos de trigo y maíz que ya no se usaban. Sobrino trató de convencer a los agricultores locales de que cultivaran un tipo de maíz llamado otto file (ocho hileras), que tiene ocho largas hileras en vez de las 14 delgadas que tienen la mayoría de las variedades de maíz. A pesar de que sus gruesos y oscuros granos están llenos de sabor, fue reemplazado por el maíz híbrido de Estados Unidos que rinde cinco o seis veces más grano por hectárea. A pesar de que Sobrino estaba dispuesto a pagarles a los agricultores por sus cosechas, muchos de ellos simplemente se negaron, considerándolo un loco. Las panaderías locales, sus clientes potenciales, sólo querían saber el precio de su harina y perdían interés cuando escuchaban que era dos o tres veces más cara que la mayoría de la harina industrial. Durante muchos años, Sobrino tuvo que completar sus ingresos usando el molino para mezclar cemento, y molía granos sólo uno o dos días a la semana. «Me siento como un Don Quijote, casi literalmente combatiendo contra los grandes molinos industriales», dice Sobrino. Pero ahora tiene todos los negocios que puede manejar. Williams-Sonoma (cadena de tiendas especializadas en la cocina, N.T.) incluso le ha propuesto un contrato para poder vender su harina y avena en sus tiendas y catálogos.
No es difícil descubrir por qué, cuando pruebas los productos de Sobrino. Me ofreció un pan de cinco días atrás que estaba tan suave y sabroso como si hubiese salido del horno ese mismo día.
Un panadero piamontés llamado Eugenio Pol, quien comparte la pasión de Sobrino por los granos y los métodos tradicionales, hace un pan integral que, a pesar de que no contiene azúcar, ni levadura, ni conservadores, explota de sabor y dura hasta dos semanas. Pol recibe pedidos de pan de los restaurantes más exclusivos que están a varias horas de camino y se le acercó una compañía japonesa que quiere vender su producto en Tokio.
Los productores como Sobrino y Pol se han beneficiado no sólo de la red de Slow Food sino también de un cambio cultural más amplio. Los consumidores se han vuelto más conocedores, discriminadores, más conscientes respecto a la ecología y la salud. Sobrino muele un grano egipcio antiguo llamado kamut que es apropiado para quienes son alérgicos al trigo. «No evolucionó como otros granos y tiene menos cromosomas y es bueno para la gente que reacciona mal al trigo», explica Sobrino. El grano kamut que Sobrino muele se cosecha en Estados Unidos, lo cual demuestra que la «globalización virtuosa» es una calle de doble sentido.
Política agropecuaria: el viraje europeo
Pero, ¿puede Slow Food volverse un movimiento masivo y expandirse más allá de la elite dispuesta a gastar más en tiendas especializadas de alimentos orgánicos? Hay razones para pensar que quizá sí lo logre. Hace 50 años, tras la Segunda Guerra Mundial, la familia europea promedio se gastaba como un tercio de sus ingresos en alimentos. Hoy gasta como 15%. En Estados Unidos esta cifra es aún más pequeña, como 10%. En Italia -la nación de la comida lenta por excelencia- la alimentación constituye 18% del presupuesto familiar, y según una encuesta de Slow Food, una gran mayoría de los italianos dice que estaría dispuesta a gastar hasta 20% más por comida si esto garantiza calidad. En un mundo donde decenas de miles de millones de dólares se gastan al año en cosas no esenciales como apuestas, cirugía plástica y pornografía, ¡por supuesto que hay cancha para gastar unos dólares más en alimentos!
A la luz de los recientes sustos alimenticios y especialmente con la perspectiva de ampliar su membresía para incluir Europa del Este, la Unión Europea replantea su política agropecuaria. Este es el momento para que Slow Food tenga impacto. La política agropecuaria europea se estableció en los cincuenta, cuando la hambruna de la posguerra aún estaba fresca en la memoria. «La meta era la autosuficiencia, y el énfasis estaba en producir cantidad», dice Mauro Albrizio, quien encabeza la oficina de Slow Food en Bruselas. «Se les daban subsidios a los agricultores según la cantidad producida. Se les garantizaba un precio, digamos por el trigo, que era mayor al del mercado, ya que los granjeros europeos eran menos productivos que los canadienses o estadunidenses. Mientras más produzcas, más dinero tendrás. Esto alienta prácticas intensivas agroempresariales que premian la cantidad. No hay recompensa por la calidad, por la integralidad del proceso o por la importancia del producto en la región». El 90% del presupuesto agrícola de la Unión Europea, unos 42 mil millones de euros ?45% del presupuesto total? se canaliza a este tipo de apoyo a los precios. Pero con el plan de expandir la Unión Europea el sistema de subsidios agrícolas europeos probablemente necesite ser revisado. «Simplemente ampliar el actual sistema de apoyo a precios a toda Europa del Este sería demasiado costoso», dice Albrizio. Se están discutiendo varias alternativas. A Slow Food le gustaría ver que poco a poco se termine con el sistema de apoyo a precios y que sea reemplazado por un intento más modesto que no favorezca la cantidad sobre la calidad. Los agricultores recibirían un subsidio por el número de hectáreas que cultivan y luego podrían decidir si quieren empujar hacia la máxima productividad a un costo menor o concentrarse en productos de alta calidad que Europa está más apto para producir.
¡Viva la vaca piamontesa!
La elección de calidad sobre cantidad parece haber sido apoyada por la epidemia de las vacas locas y la reciente experiencia de una de las razas que Slow Food intenta proteger: la vaca piamontesa. A pesar de ser muy premiada por sus quesos y la excelente calidad de su carne, debido a su baja productividad el número de vacas piamontesas ha disminuido drásticamente en los últimos 25 años, de más de 600 mil a alrededor de 300 mil. Producen menos leche que las más populares vacas Holstein. Y por lo general a los granjeros piamonteses les toma -utilizando métodos tradicionales de alimentación- alrededor de 18 meses llevar su ganado al matadero, mientras que el ganado criado con aditivos alimenticios y hormonas de crecimiento puede ser sacado al mercado después de tan sólo 14 meses. Así que hasta hace poco parecía que la vaca piamontesa iba a sucumbir a la inexorable lógica del agronegocio.
Para prevenir la desaparición de especies y razas, Slow Food creó una lista de alimentos en peligro de extinción y ha patrocinado estrategias para tratar de salvarlos, generalmente a través de ayuda experta y de mercadotecnia. En el caso de la vaca piamontesa, Slow Food ayudó a organizar un consorcio de 16 ganaderos. En vez de sugerirles que expandieran sus hatos y redujeran gastos para ser más eficientes, Slow Food los exhortó a ponerse de acuerdo en una serie de estrictos protocolos para aplicar métodos orgánicos y naturales de alimentar y criar animales y así producir carne de la más alta calidad. Lo que podría haber sido una estrategia suicida hace unos años, en 2000 se volvió una ganadora cuando los primeros casos del mal de las vacas locas se reportaron en el continente europeo. El consumo de res en Italia se redujo en 30% y los carniceros y consumidores estaban desesperados por carne que ofreciera auténticas garantías de seguridad. La demanda por res piamontesa subió.
Naturalmente, la res piamontesa cuesta más, como cuatro dólares el kilo en vez de tres dólares por razas más comunes. «El italiano promedio come alrededor de 20 kilos de res al año, y si pagas a 2 mil liras más el kilo de res piamontesa, asciende a alrededor de 40 mil liras al año, un costo razonable por carne segura y de excelente calidad», dice Sergio Capaldo, un veterinario local que encabeza los esfuerzos de Slow Food. «Para una empacadora de carne o hasta para el carnicero, una desigualdad de precios de 90 centavos la libra hace una enorme diferencia, mientras que para el consumidor individual, con sus 42 libras al año, significa mucho menos. Así que si tuviésemos un consumidor educado que escoge su carne de la manera en que escoge su vino, la ecuación costo-calidad cambiaría».
Una vez que el consumidor comienza a discriminar, el ganado de lento crecimiento comienza a tener sentido. «La carne tiene mucho menos grasa y colesterol que muchas variedades de pescado, incluso el lenguado», dice Capaldo. Es cierto. Según la Secretaría de Agricultura de Estados Unidos, una porción de 100 gramos de res piamontesa contiene 1.7 gramos de grasa, comparado con 11.3 en las variedades comunes de ganado, y 95 calorías comparado con 251 de la mayoría de las reses.
La idea de que los consumidores que discriminan puedan afectar la manera en que la comida se produce no es tan disparatada. Ya estamos viendo algunos signos de esto en Estados Unidos (ver William Greider, «La última crisis granjera», Masiosare, 14 de enero de 2001). «Creo que Estados Unidos es un territorio natural para Slow Food -dice Petrini-. Tiene un gran movimiento a favor de los alimentos orgánicos y existe el fenómeno de las microcervecerías. Hasta hace 10 o 20 años, tenías dos grandes compañías (Busch y Miller) que dominaban el mercado de la cerveza. Ahora tienes mil 600 microcervecerías». Igualmente prometedor, dice, es el incremento de mercados de granjeros y de la agricultura patrocinada por la comunidad: un grupo de personas en un lugar como Nueva York se pone de acuerdo con un granjero para que entregue verduras a la ciudad una vez a la semana durante seis o siete meses al año. La nueva tecnología, como Internet, ha eliminado al intermediario en áreas como la venta de libros y la correduría de bolsa, y puede ocurrir lo mismo con los alimentos. Internet ha jugado un papel importante en formar y tejer las redes de las comunidades agrícolas. «La agricultura apoyada por la comunidad y los mercados de los granjeros eliminan la intermediación de los supermercados», dice Petrini. «Se trata de una nueva clase de agricultores en contacto directo con los consumidores».
(…)
El derecho al placer
En la próspera economía global de consumo, Slow Food puede tener un mensaje en sintonía con la cultura de hoy: una especie de ecología amante del placer, que no rechaza el consumo en sí sino la homogeneización y el acelerado frenesí de la vida de supermercado y de comida rápida. Los temas que animan a los manifestantes en Seattle y Génova, dice Petrini, son en gran medida las preocupaciones en materia de diversidad agrícola y cultural de Slow Food.
«Quiero que Slow Food no sea simplemente una organización gastronómica sino que también le entre a los problemas del medio ambiente y de la hambruna mundial sin renunciar al derecho al placer -señala-. La comunidad gastronómica estadunidense simplemente se mira al ombligo» y no tiene conciencia política, mientras que el movimiento ecologista estadunidense se ha inclinado a tener un componente ascético: considera que comer otra cosa que no sea tofu es irremediablemente egoísta y decadente.
«Hoy hasta la Organización de Alimentación y Agricultura reconoce que no puedes hablar de hambruna sin hablar de placer -afirma Petrini-. Al mismo tiempo, no puedes hablar de placer sin estar consciente de la hambruna». Muchos de los alimentos que Slow Food protege, aunque hoy sean vistos como exquisiteces, fueron alimentos campesinos, fueron brillantes estrategias para ahuyentar el hambre y contienen mundos de conocimiento sobre el uso inteligente del medio ambiente. Su conservación y desarrollo puede significar más que unas cuantas buenas comidas.
Alexander Stille. En Masiosare. Noviembre 2001 (Traducción: Tania Molina Ramírez para Rebelión.org)