La enseñanza de cocina en la infancia resulta un medio poderoso para iniciar su independencia a través de un camino divertido y creativo.
Mediante ésta actividad, además de pasarlo bien, los niños logran mayor confianza en su capacidad de crear soluciones, pueden expresar su creatividad y desarrollar sus sentidos, educan su sensibilidad al tacto, la vista, el olfato y el gusto, aprenden a gozar con lo que hacen para sí y para los demás fortaleciendo así, los lazos afectivos con sus seres queridos a través del producto de su obra. Pueden aprender además sobre nutrición, higiene y las propiedades y procesos de producción de las comidas, es también, una manera de borrar las fronteras entre el juego, la necesidad y la utilidad.
Con el taller de cocina se logra en los niños, un acercamiento a las buenas costumbres alimentarias, salud para su cuerpo. Comprometidos con la educación de los jóvenes y pequeños, Slow Food propone actividades divertidas y formativas. En nuestros talleres de cocina y huerto para niños elaboramos recetas sabrosas y seguras.
En esta ocasión un arroz ecológico de verduras con lechugas Martina de la nueva cosecha.
Nuestra experiencia en actividades infantiles es una garantía para introducir a los niños en el gusto por la cocina y ofreceros a las familias toda la tranquilidad.
Con esta actividad buscamos fundamentalmente que los niños y jóvenes lo pasen bien, haciendo una algo diferente y aprendan a familiarizarse con la cocina y a disfrutar cocinando sus propios platos.
Cuando preguntas a los niños si ayudan en casa a cocinar, en su mayoría hablan de hacer bizcochos y galletas, muy pocos son los que han pelado una cebolla o preparado una vinagreta de tomate para una ensalada.
Los desayunos y las meriendas, en muchos casos, se acompañan de bollería industrial y preparados de frutas (con un dudoso porcentaje de fruta). Los niños son más listos que nosotros y una vez aprenden algo de una forma entretenida saben apreciarlo y desean ponerlo en práctica…
Hemos de garantizar a los jóvenes los instrumentos necesarios para practicar lo que sostenemos y aquello por lo que trabajamos. Las futuras generaciones son nuestra más grande inversión, y deben poder ubicar el alimento en el centro de sus vidas, deben poder regresar a la tierra con plena conciencia de cuán importante es cultivar o ser coproductores. Todo ello no puede prescindir de una visión educativa interdisciplinar y compleja, de un enfoque holístico.
He aquí por tanto cuál debe ser el contenido principal de nuestras acciones educativas: la complejidad, las conexiones. Hace falta estudiar los elementos individuales, cierto, pero es necesario hacerlo con igual atención con las dinámicas de reciprocidad que los vinculan. No sirven expertos catadores de miel que no conozcan el papel de las abejas para las producciones agrícolas y qué daño está causando a estos insectos la agricultura basada en la química. Sin educación no existe conciencia del valor del alimento: y en ausencia de esta competencia –reconocer la calidad y el valor- el único criterio de elección será el precio. Y ahí es donde vence la agricultura industrial orientada hacia el mercado, que puede bajar los precios porque tiene la potencia y la arrogancia para hacerlo. En el modo en que impartimos educación reside también un fragmento de ese cambio que necesitamos. Todos los actores sociales del cambio, o sea, todos aquellos que lo desean ver realizado, poseen igual dignidad y son fuente de saber. Los investigadores, los niños, las plantas, los animales, los ancianos, los jóvenes, los productores: cada uno de ellos es una pieza de ese conocimiento que nos sirve, cada uno de ellos debe hallar lugar y modo de comunicar aquello que sabe y de aprender de los demás.